Hoy me siento feliz y un poco más libre. Llamadas, mensajes, felicitaciones de corazón o no, los amigos (como debe ser) esperando fuera para doblarse conmigo en los bares, lecturas aplazadas que también aguardan, la escritura, los largos en la piscina… Y las promesas. Futuro de penitente el que me tienen preparado.
Y es que este año sí. Sin creer del todo hasta el final para no perder mi costumbre (cierto ángel me repetía alguna vez al oído “debes creer más en ti”), ayer comprobé que por fin había aprobado con plaza (fea y a la vez hermosísima expresión).
La pesada piedra que cada dos años reaparece, nos convierte en sísifos y nos condena a una estela de insatisfacción que nos aísla, tensa, debilita y aleja de las cosas que de verdad tienen sentido, ha desaparecido. O la he hecho desaparecer. Esta vez mi piedra permanecerá en la cima.
De nuevo meses de estudio, náuseas al amanecer cuando todo se iba acercando, clases, exámenes que corregir, evaluaciones, despedidas… y más y más estudio entre vaivenes, miedos y dudas. Quien lo probó lo sabe.
Sólo que parece que quien diseñó este proceso agónico, torturante y demencial nunca lo probó o, si alguna vez lo hizo, hace tiempo que debió olvidarlo, enredado en burocracias, electoralismos, cambios de gobierno y viejas pedagogías que mutan y se transforman en otras más jóvenes y apetecibles. Un sistema muy igualitario y garantista (cierto), pero al mismo tiempo injusto. Porque un buen profesor, el alma de un docente vocacional y comprometido con la Educación no se demuestra a cara o cruz en unas pocas horas ni se juzga al albur de unas centésimas de más o menos. Tantos compañeros entregados en cuerpo y alma a sus alumnos y cuya piedra ha vuelto a caer al abismo, que mi recuerdo tiene que ser también para ellos. Mucho ánimo.
A.V.P