Casi todos los días se escuchan cosas que hacen que se produzcan pequeñas tormentas interiores, un pedirnos explicaciones a nosotros mismos acerca de por qué pensamos de una determinada manera y poco después nos vemos obligados a pensar de otra, movidos por la fuerza de los acontecimientos. Y les pongo sólo dos ejemplos entre otros muchos que podrían plantearse, aunque en estos días de temperaturas saharianas no debería someterse al intelecto a ningún esfuerzo, instalado como está en esa especie de nirvana aderezado de helados, cervezas y ver pasar el tiempo.
Uno de ellos es el juez Gómez de Liaño, al que una parte de la prensa y los propios tribunales de justicia que lo condenaron nos lo presentaron como “el juez prevaricador”. Ahora muchos años después viene el tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminando que Javier Gómez de Liaño no tuvo un juicio independiente e imparcial cuando el Supremo le condenó en 1999 por prevaricación en el caso Sogecable. El Constitucional denegó el amparo solicitado por el magistrado, eso sí, con el voto particular demoledor del ponente. En la sentencia de Estrasburgo, los jueces condenaron a España por unanimidad. Gómez de Liaño está “satisfecho” pero lamenta el via crucis y, sobre todo, que su padre –magistrado del Supremo– muriera sin conocer el desenlace.
Lo que no dice la prensa o no nos explica es si la sentencia aquella ha sido anulada, o sólo tiene derecho a que su honor se valore en 5000 euros. Ya sabemos que el de Gallardón vale 36000 y Zarzalejos pide por el suyo 600.000.
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