El Padre Apeles se agarra desesperadamente a la tele para seguir viviendo sin trabajar mientras se autopronostica un final parecido al de Carmina Ordóñez:“Tomo medicamentos y bebo mucho”, acaba de decir en la Noria donde nadie le dijo que por qué no se iba a ejercer el sacerdocio al mundo rural, a trabajar en varias parroquias con lo que no se aburriría ni tendría que recurrir ni a los psicofármacos ni a las bebidas de alta gradación en que la mezcla es explosiva e inductora al suicidio.
La duda que corroe al espectador es la de si este hombre sigue siendo sacerdote –lleva alzacuellos- o está secularizado. Es un caso evidente de que, sea cual sea su condición actual, el hábito no hace al monje.
Antes de este infierno en el que está instalado y cuando cobraba un buen dinero en esos programas basura de Dios daba muestras de un narcisismo insultante y de ser un bon vivant poco acorde con la pobreza teórica de los siervos de Dios:
“Me encanta el champagne, los pasteles, los vinos y los quesos franceses, el whisky escocés, las naranjas sicilianas, la horchata y la paella valencianas, la pasta italiana (fettucine ai funghi porcini), la ternera argentina (bife de lomo), el jamón extremeño, la torta del Casar, el salmón noruego, el caviar ruso, las fritelas venecianas, el chocolate suizo, los waffen, las fresas recubiertas con salsa de chocolate, las cerezas picotas, la nata muy repujada, el “bloody Mary”, el Cacaolat frío con ron, la ironía y el buen humor.
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